Una mujer logró adoptar a una nena que había sido golpeada salvajemente por sus padres

LUNES, 18 de septiembre 2017.- Irene Lugo no estaba en pareja ni había pensado en tener un hijo, hasta que conoció a Keila. La niña tenía un retraso madurativo y había sido atacada y abandonada. Hace seis meses el juez les permitió formar una familia de dos.

Era marzo de 2014, Irene Lugo, que acababa de cumplir 27 años, salió del trabajo y fue al Hospital San Lucas, en La Plata, junto a otros dos voluntarios. La idea era montar una pantalla gigante, proyectar un musical de Piñón Fijo y hacer pochoclos para que los chicos -todos con algún tipo de discapacidad- pasaran el rato. Keila, que estaba por cumplir 4 años, la vio llegar y la siguió con la mirada. Después, se levantó con dificultad del banquito de madera en el que estaba sentada, caminó hasta Irene, la agarró de una pierna y le pidió upa con los brazos estirados. Los médicos y los asistentes del hospital quedaron sorprendidos: Keila nunca le pedía upa a nadie.

«Cuando conocí a Keila hacía tres años que yo era voluntaria en un programa que el PAMI tiene en La Plata y que se llama ‘Cine Para Todos’. Lo que hacíamos era llevar la pantalla y el proyector a comedores, geriátricos, hogares de chicos: cualquier lugar en el que hubiera personas que no pudieran trasladarse a un cine común», cuenta Irene Lugo (31) a Infobae. En ese contexto, pidieron permiso para llevar la pantalla al Hospital San Lucas -que está en el mismo predio que la cárcel de Olmos-, donde vivían casi 30 chicos y adolescentes con discapacidad motora e intelectual.

Dice Irene que ese día Keila se levantó del banquito y caminó hacia ella con dificultad, como si estuviera tratando de hacer equilibrio sobre una soga. «En ese entonces ella caminaba muy poco y me pidió upa con un gesto, porque tampoco hablaba. Yo me agaché y la alcé, y no se quiso bajar más, estuvo toda la película sentada encima mío», recuerda. Cuando llegó la hora en que Irene y los voluntarios tenían que irse, Keila se puso a llorar.

Como el programa era semanal, los tres voluntarios volvieron al hospital el viernes siguiente, esta vez con un musical de Panam. Pasó lo mismo: Keila le pidió upa, la gente del hospital volvió a sorprenderse, Keila lloró cuando Irene se fue. Irene quiso saber algo más de esa nena. Le contaron que tenía un retraso madurativo, que no podía mantener el equilibrio y que casi no hablaba, que tenía una fisura palatina (una malformación congénita en el paladar), que no comía alimentos sólidos y que todavía usaba pañales.

Pasaron dos meses de películas y cada viernes se repetía la historia. Fue entonces que los profesionales del hospital llamaron aparte a Irene y le dijeron que, si quería, podía solicitarle un permiso al juez para llevar a Keila a pasear. «Iban pasando los meses y cada vez que la dejaba llorando me sentía peor, así que solicité el permiso. Demoró varios meses, pero llegó».

En esa primera salida, Irene quiso llevar a Keila a una plaza. Pero la nena, que ya había cumplido 4 años, se aterrorizaba con el aleteo de las palomas, los ladridos de los perros y hasta con la presencia de mariposas. Irene cambió los planes y la llevó a merendar a su casa. Keila, sin planificarlo, conoció a los padres de Irene.

«De a poco fui preguntando en el hospital sobre su historia. Me contaron que había nacido en junio, pleno invierno, mientras sus padres estaban en situación de calle. Que había tenido neumonía a pocos días del nacimiento y que después había estado internada por desnutrición. También, que había sufrido mucha violencia. Los padres le habían dado tantos golpes en la cabeza mientras era bebé que le habían provocado un daño neurológico severo. Ella no había nacido con discapacidad, la discapacidad había sido consecuencia de los golpes. Después, la abandonaron».

En el hospital fueron redactando informes dirigidos al juez en donde dejaron constancia de los avances que veían en Keila desde que se relacionaba con Irene: hablaba más, comía cosas nuevas, sonreía y había empezando a dejar los pañales. Irene ya se llevaba a Keila de paseo 2 o 3 veces por semana pero devolverla seguía siendo una tortura.

«Se quedaba tan mal, lloraba tanto, que llegaron a pedirme que no fuera más, porque la estaba perjudicando. Fue terrible eso, para las dos. Después se dieron cuenta de que no le hacía mal verme sino que el vínculo entre nosotras ya era muy fuerte, y ella se asustaba mucho cuando nos separábamos», sigue. Irene, entonces, le pidió al juez que permitiera que Keila se quedara a dormir con ella al finalizar esas salidas.

«Y ahí me llamó el juez, que venía viendo lo que estaba pasando. Quería decirme que Keila estaba en estado de adoptabilidad y quería saber si yo había pensado en adoptarla. Yo me quedé helada, tenía 27 años, ni siquiera había pensado en tener hijos, no estaba ni en pareja», cuenta. Y le dijo que no, que prefería mantener el vínculo que tenían. «Nos seguimos viendo pero la verdad es que ella se quedaba cada vez peor. Y en un momento me dije a mí misma: ‘bueno, basta, ya sufrió mucho, no la puedo hacer sufrir yo también’.

Irene decidió que iba a adoptarla pero no se lo contó a nadie. «Primero quería preguntárselo a ella. Así que uno de esos días que la fui a buscar, estábamos jugando, le hice upa y le pregunté: ¿Kei, vos querés que yo sea tu mamá? Yo tenía unos nervios, terribles», se emociona. Keila no habló pero sonrió y la abrazó. Llorando y con la nena en brazos fueron a contarle a la gente del hospital la decisión que habían tomado. «Estaban todos muy emocionados. Me decían: ‘mirá la carita de felicidad que tiene esta nena ahora». Keila sonreía.

Irene la llevó a su casa y le hizo la misma pregunta a su mamá: «Má, te tengo que contar algo: voy a adoptar a Kei. ¿A vos te gustaría ser su abuela?». Esa misma mañana, Irene dejó a la nena en la casa familiar y fue al juzgado a decir que sí. «Me dijeron ‘tenés que anotarte en el registro de adoptantes así vemos qué niño se adapta a tu perfil’. Y yo les dije: ‘no, yo no vine a anotarme para tener un hijo, yo vine a anotarme para ser la mamá de Keila».

«Estaba convencida pero muchos en mi entorno no estaban de acuerdo. Me decían ‘pero vos sos joven, podés tener hijos propios’. También me decían que me estaba comprando un problema o que me iba a costar mucho más encontrar un novio siendo madre soltera y encima de una nena con discapacidad», dice Irene. Como no tenía dinero para pagar un abogado, en el juzgado le dijeron que fuera a la Defensoría del Pueblo. Los prejuicios que venía escuchando volvieron a aparecer:

«Esperé como tres horas hasta que una abogada escuchó lo que le conté y me dijo: «Ay, pero buscate un novio y tené a tus propios hijos, ¿cuantos año tenés?». Irene contestó «27», y la abogada repreguntó: «¿no podés tener hijos?». Irene le dijo que sí, y que eso no tenía nada que ver con lo que estaba pasando. La abogada le dijo que no había necesidad de adoptar a una «enfermita» y que no iba a tomar el caso.

Irene volvió a su casa llorando y Keila la vio. «Me dio muchísima bronca. Habían sacado todos los prejuicios del mundo, seguramente porque no se trataba de la familia perfecta de hombre y mujer con un bebé chiquito y sano». Irene -que se había recibido de mecánica dental y trabajaba de secretaria en un consultorio médico-, le pidió ayuda a su jefe.

Entre sus familiares y su jefe juntaron dinero y le pagaron a una abogada particular para que se ocupara de los papeles. Durante los 38 meses que demoró el trámite, Irene anotó a Keila en el jardín, la llevó a natación al club de Gimnasia y Esgrima de La Plata, a equinoterapia, empezó un tratamiento con una fonoaudióloga y con una psicopedagoga, la llevó a terapia ocupacional y a clases de danzas. Además, la llevó a un especialista que dijo que no tenía una fisura en el paladar y que el aparato ortopédico que usaba le estaba deformando la boca. Keila empezó a hablar, a caminar y dejó los pañales.

En diciembre de 2016, el juez vio lo que estaba pasando y tomó una medida excepcional: le dio a Irene la adopción plena de Keila, que ahora tiene 8 años y pasó a llamarse Keila Lugo. Desde ese día, Irena va contando los aniversarios en su perfil de Facebook: «Felices 9 meses de familia legal y 38 meses de amor eterno hija mía. Gracias por sonreírme así, voy a luchar siempre para que esa sonrisa sea eterna», escribió el viernes.

Este año Keila empezó primer grado. No fue fácil encontrar un colegio que la tomara: le decían que no por la edad y que no por la discapacidad. En el club del que ambas son hinchas, sin embargo, dijeron que sí. Y Keila se convirtió en la única «alumna integrada» del colegio que está dentro del Club de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Ahora Keila, que tres años atrás apenas se levantaba del banquito, es también ésta Keila: la nena que se sube a un caballo, que baila en la murga del barrio y que, cada tanto, vuelve al Hospital San Lucas, ahora con su nueva mamá, a visitar a sus amigos de siempre.

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